3.1. La ontología de la performance: presencia y desaparición
Las performances artísticas se han definido como acontecimientos expresivos efímeros y, como tales, únicamente existen durante su realización. Su finalidad no es persistir en el tiempo y, por lo tanto, no se materializan en objetos (artísticos) perdurables destinados a ser conservados. Este ha sido el carácter que siempre se ha puesto en valor por parte de los estudiosos y artistas de la performance. Muchos de los autores que se pronuncian desde los estudios de performance (Phelan, 1993; Schechner, 2013; Blocker, 2004, etc.) han buscado mantener una definición de la performance que enfatice la eficacia de la trasgresión, la inmediatez, la presencia y la improvisación. Por ejemplo, la teórica Peggy Phelan (1993) dedica extensamente un capítulo, «The Ontology of Performance», a la cuestión paradójica de rastrear una ontología de la performance que implica presencia y ausencia a la vez, esto es, puro presente y continua desaparición. Según esta idea, la performance escapa a la repetición, por tanto, hay siempre un sustrato irrepresentable en toda representación, es decir, algo que se escapa y que es irrepetible e intraducible. Aunque la performance se repita en otra ocasión nunca será la misma, puesto que su contexto, temporalidad y público serán diferentes. Añade también que la práctica de escritura sobre la performance no tiene la finalidad de preservar, fijar, inmortalizar o describir algo, sino precisamente de producirlo de nuevo, es decir, que ese momento de escritura deviene otro acontecimiento.
«La vida de la performance está en el presente. La performance no puede guardarse, grabarse, documentarse, o de alguna forma participar en la circulación de representaciones de representaciones: una vez que lo hace, se vuelve otra cosa distinta de performance. En el punto en que la performance intenta entrar en la economía de la reproducción, ella traiciona y disminuye la promesa de su propia ontología. El ser de performance, como la ontología de subjetividad propuesta aquí, se hace a sí mismo a través de su desaparición. Las presiones sobre la performance para que sucumba a las leyes de la economía reproductiva son enormes. Ya que solo raramente en esta cultura es valorado “el ahora” al que la performance dirige sus preguntas más profundas. (Esta es la razón por la cual “el ahora” se complementa con la documentación de la cámara, y el archivo de video.) La performance ocurre durante un tiempo que no se repetirá. Puede realizarse de nuevo, pero esta repetición en sí la marca como “diferente”. El documento de una performance es entonces solo un gatillo a la memoria, un estímulo a la memoria para que se haga presente.»
Phelan destaca lo que considera la no reproductibilidad de las performances en directo como una característica ontológica que da prioridad a lo presencial por encima de otros registros mediatizados, es decir, a una representación sin reproducción. Según esta definición, la performance se caracteriza por resistirse a la mercantilización y a la apropiación capitalista y fetichista. Para Phelan, el carácter directo no mediado y vivo de la performance constituye la temporalidad de la desaparición: es el tiempo del aquí y el ahora. El énfasis puesto en el contexto y la relación con el entorno hace que la interacción con la audiencia sea un elemento inseparable del lenguaje del performance art. Su tendencia a la desaparición le obliga a reconsiderar el papel de las tecnologías en el registro y la recuperación de la memoria, pues el archivo de la performance implica una reproducción que altera su estatus, de aquí el debate acerca de si se mantiene o no la experiencia «intacta» en la visualización diferida de una acción. Por tanto, la documentación, tanto fotográfica como videográfica, e incluso con otros elementos y materializaciones que han formado parte de las acciones, como los objetos o las partituras de las acciones, ha sido asumida y forma parte del proceso creativo y de realización de las performances. Según esta autora, la performance se erigió, ya desde sus comienzos, como una práctica artística que oponía resistencia a la cultura y al arte dominante mercantilizado, pero la realidad nos ha mostrado cómo la mayoría de artistas han registrado sus acciones por diferentes razones, bien como registro y documentación, bien como parte de su metodología de trabajo, como forma de concebir su obra, e incluso como una forma de poder sustentarse económicamente, ya que estos materiales han circulado posteriormente en el sistema del arte y han adquirido a veces un valor especulativo muy distinto al que inicialmente tuvieron (Jones 1997; Schneider 2005).
Algunos teóricos como Philip Auslander (1999) han denominado a esta cualidad de las acciones efímeras con el término intraducible de liveness para referirse a una serie de prácticas que se caracterizan por «el directo» y la inmediatez. A pesar de que muchos artistas y teóricos del performance art han defendido la performance como una acción artística que se caracteriza por su condición efímera; otros teóricos (Ayerbe 2017; Melgares, 2018, Jones 2011) comentan que esta afirmación se tambalea cuando la incorporación de la performance en los circuitos museísticos y comerciales del arte se ha servido principalmente de su materialización, es decir, de la venta de los registros de las acciones, las videoperformances, los objetos que formaron parte de las acciones, las partituras etc., de modo que emergen tensiones entre lo efímero, irreproducible e inmaterial, por un lado, y lo permanente, lo coleccionable y lo comercial, por otro. Esta concepción transgresora y anticapitalista circulaba de forma predominante en los años sesenta, cuando la generación de artistas conceptuales vieron en el uso de sus cuerpos el modo de cuestionar la mercantilización del arte y boicotear el coleccionismo y la especulación con el objeto artístico. La performance les permitía no dejar rastros ni que se pudiera comprar o vender (Goldberg, 2001, pág. 152). En palabras de Melgares,
«En este sentido, observamos cómo el poder subversivo a partir del cual se construyeron los discursos anticapitalistas del performance radicaba precisamente en una doble voluntad improductiva. En cuanto a práctica artística, el performance se fundamentó en la negación económica y la negación temporal del objeto artístico. Es decir, podríamos afirmar que el arte del performance se construyó a partir de la transformación de lo material en inmaterial –y, como tal, no se podría vender– y de lo permanente en efímero –y, como tal, no se podría coleccionar– y que, por consiguiente, ciertos valores esenciales de la producción y capitalización artística eran cuestionados y hasta cierto punto neutralizados. Sin embargo, hoy por hoy la resistencia al capitalismo se disuelve en ambigüedades y paradojas, haciendo difícil sostener esta hipótesis».
Muchos de estos artistas, académicos e historiadores de la performance, compartían cierta «idealización retórica» (Jones, 2011, pág. 35) que conectaba lo efímero e irrepetible con la idea de la experiencia directa del espectador. Más adelante Melgares añade,
«Pese a lo evocador de este planteamiento […] plantea una doble incongruencia. Por un lado, la que supone la idealización de la performance como una fuerza subversiva desde su temporalidad única. Es decir, propone que la esencia del performance se sostiene a partir de los principios de singularidad y originalidad, precisamente los elementos con los que se construyó la visión más decimonónica de las artes visuales. Con ello se está obviando la inherente transversalidad en la práctica del performance, donde una multiplicidad de temporalidades se pueden dar cita. En segundo lugar, como apunta Christopher Bedford en su interesante ensayo The Viral Ontology of Performance (Jones y Heathfield, 2012, págs. 76-85), si el poder ontológico de la performance se sustenta en la no trazabilidad y la no reproducibilidad, lo que incluiría la no transcripción textual de dicho evento, conllevaría la imposibilidad de inscribir el performance dentro de su propio discurso artístico. En este sentido, la historia ha demostrado que el problema de la trazabilidad, documentación o reproductividad de la obra ha sido una cuestión gestionada y argumentada primordialmente desde la teoría del arte, ya que, desde la práctica artística, lo documental no ha supuesto ningún tipo de hándicap, más bien lo contrario, ha sido una estrategia creativa ampliamente utilizada por los artistas de la performance. Son contadas las excepciones en que los artistas se oponen firmemente a la documentación o archivo de sus obras».
Lejos del prejuicio negativo de la labor de documentación artística, se abre un abanico de posibilidades en los que la documentación puede convertirse en una estrategia creativa y no solo en un testimonio de autenticidad de la ejecución de la acción. Estas materializaciones son una forma de documentación y archivo fundamental para los historiadores y las historiadoras del arte de la performance. Como veremos más adelante, todo «residuo», objeto o artefacto producido en una performance ha tenido siempre una consideración especial y diferente, a veces casi mágica (Fischer-Lichte, 2004), y en ocasiones cumpliendo una función casi metonímica, es decir, que el documento funcione como pieza artística en sí misma y que el archivo devenga un acto metarreflexivo sobre la performance, como se verá en el apartado 3.4. con la performance «El pájaro ya voló», de Andrés Galeano.